jueves, 31 de octubre de 2013

Enamorados


 Hacia el crepúsculo es fácil encontrarnos encendidos de deseo, rodando colina abajo en un amasijo de huesos pálidos. Ya a la sombra lunar de los cipreses, encajamos las caderas con estrépito y alborotamos, crujientes y sonrientes, a los ingrávidos murciélagos. Nuestras risas agitan el sueño de los vecinos, que se remueven indignados. Pero nada resulta tan placentero como cobijarnos tras el pedestal del ángel doliente, quien no puede evitar un leve temblor ¿puede sentir envidia el mármol?─ justo en el momento del clímax, y levantar una difusa aura de polvo de nieve. Ya satisfechos, nos complacemos en las grietas provocadas en los mausoleos y reímos imaginando el terror de los aldeanos, que cada noche sienten con pavor nuestro seísmo, sin sospechar de nuestra cita diaria de medianoche, sin recordar cuánto odiaban nuestro amor de hombres. Ignoran que, a pesar de ellos, surcamos esta noche eterna abrazados. Ahora, acurrucados el uno junto al otro, dormitaremos exhaustos mientras el aire gélido se cuela por nuestras cuencas vacías, serpentea entre nuestros dientes y sale por el orificio del calibre 38 que adorna nuestros parietales, produciendo un curioso silbido.


Este relato, tan apropiado para un día como hoy, es mi aportación al mes de octubre de Esta Noche Te Cuento, con el tema de "Cita con la muerte". También podéis leerlo en ese mágico rincón pinchando cuidadosamente aquí. 

lunes, 7 de octubre de 2013

Fábula de la ciudad infinita

   
   

 
"Ciudad hormiguero". Óleo. Belén Saiz Alonso.
  
Como cada amanecer, me dirijo en rigurosa fila india hacia el lugar donde trabajo, tomo el corredor que me conducirá a mi cubículo, colindante con el de otros cientos (tal vez miles) de individuos idénticos a mí, frenéticos y atareados, y acometo sin demora mi quehacer diario. No tardo en recibir varios mensajes urgentes de mi superior ─un sujeto arrogante como una abeja reina que mantiene un admirable equilibrio entre su vientre tembloroso y su fluctuante trasero mientras despliega con soltura la ineptitud de un zángano─. Por supuesto, atiendo con rapidez sus demandas al tiempo que alabo con entusiasmo su moderno peinado. Y en esta y otras cruciales tareas vuela la mañana y llega la pausa para comer, momento que aprovecho para pasar al lado de una compañera de atributos exuberantes y seductora fragancia con la que no me importaría intimar. Pero a pesar de que zumbo un buen rato a su alrededor ─incluso me atrevo con un par de arrojados pasos de tango─  no capto ninguna señal de predisposición al coito y vuelvo a mi cubículo cabizbajo, cuestionándome seriamente cancelar mi suscripción al curso de danza sensual por correo.
    A media tarde abandono mi puesto y me encamino hacia el enorme hormiguero en el que habito una celda minúscula ─aunque provista de baño y conexión inalámbrica, no quiero que penséis que soy un zarrapastroso─, pero un ancestral impulso de apareamiento me compele a restregar mis órganos sexuales contra los viandantes y decido ─para evitar males mayores─ desviarme hacia una zona poco transitada de la ciudad donde abundan los antros plagados de criaturas de la noche. Del interior de uno de ellos emana un enloquecedor perfume y, al fondo de esa inquietante caverna, conozco al que ha de ser el amor de mi vida: una gigantesca meretriz en estado de trance de la que me enamoro de inmediato. Su danza lánguida y cadenciosa, uniendo las manos como si rezara, y sus hipnóticos globos oculares, grandes como planetas, me atraen como un imán. Tan erótico me parece su balanceo, que en pocos segundos me encuentro entre sus brazos, dispuesto a entregar mi vida a cambio de una cópula vertiginosa. Y a punto estoy de darla, pues sólo una intuición fugaz del peligro y un ágil movimiento escurridizo evitan que mi devota enamorada me rebane el pescuezo, aunque, desafortunadamente, no que se apodere de mi cartera. A trompicones y algo desmadejado (no tengo tiempo de recontar mis extremidades), me las arreglo para salir del inmundo agujero, y no sin grandes penurias, logro llegar al compartimento al que llamo hogar, bastante orgulloso de mis reflejos, aunque lamentándome como un  bicho miserable. Lentamente me desprendo del exoesqueleto de marca  que cada día me enfundo para ir a trabajar  y, tan abatido estoy, que he de hacer un gran esfuerzo para no colgarme de la corbata a juego.
    Convertido en una larva moqueante, reprimo un sollozo y me ovillo junto al ventanuco, preguntándome qué habrá más allá de las ignotas fronteras de la urbe interminable. Algunos dicen que hay un mundo vasto y salvaje, repleto de criaturas asombrosas y ciudades inverosímiles, cuyos habitantes fornican todo el día y dedican la noche a amasar enormes y codiciadas bolas de excrementos. Otros en cambio, cuentan que más allá de la ciudad infinita sólo hay  una pared transparente y lisa. Y que la bóveda azul que nos envuelve (ahora de un negro impenetrable), no es sino el frío cristal  de un descomunal terrario, donde  las estrellas ─ esos impasibles cuerpos celestes que noche tras noche ignoran mis oraciones─ no son más que el brillo de cientos de ojos acechantes, curiosos, que nos observan desde el otro lado.