miércoles, 28 de octubre de 2015

METAMORFOSIS COTIDIANAS

En este nuevo mundo todo es diferente. Y sutil. Pronto ha aprendido que es el bozal lo que hace peligroso al perro; que el alzacuellos blanco es lo que lava las culpas y convierte el agua del grifo en milagrosa; que el atracador sin el pasamontañas es, muy a menudo, sólo un padre desesperado, incluso entrañable. Y que, al parecer, es ese puñado de billetes sobre la mesilla (eso y el hambre que le devora las tripas) lo que transforman, como por arte de magia, a la niña asustada que bajó tiritando de una patera en prostituta de cincuenta el completo. En una “sucia zorrita cachonda”, como la llama el hombre que la agarra fuerte del pelo mientras la embiste por detrás.








jueves, 3 de septiembre de 2015

ADAPTACIÓN










                   El caníbal vegetariano convenció a sus congéneres de echar raíces.







martes, 16 de junio de 2015

La epidemia

   Hubo una epidemia letal y morimos todos. Unos antes y otros después. Cuando llegamos al Más Allá  estábamos muy cabreados y arrugados como sanguijuelas famélicas. Queríamos vengarnos por esa mala jugada del destino, pero apenas podíamos movernos y sólo encontramos a mano pezones de dulce néctar. Así que nos pusimos a lactar con avidez. Esa actividad nos sumía en un profundo sopor, calmaba nuestro llanto y nos diluía la memoria, pero no el instinto de revancha. Así pues, succionamos durante meses, engordando nuestros tiernos cuerpecitos de forma atroz. Para cuando fuimos capaces de soltar el pezón y acometer la venganza, la amnesia era ya irreversible. No recordábamos nuestro propósito. Sólo persistían la eterna insatisfacción y esa pregunta nebulosa. Y nos dedicamos a deambular durante años, buscando algo intangible y escurridizo, aunque de vital importancia. Algunos fundaron estirpes, otros se alistaron en ejércitos, y los más listos durmieron largas siestas. Entonces hubo una epidemia letal y, unos antes y otros después, morimos todos. 



Imagen: M.C. Escher

martes, 2 de junio de 2015

Sin munición

Tras años de asedio, no queda nada que arrojar al enemigo a las puertas. Se acabó el aceite hirviendo, las ballestas languidecen y los cañones bostezan oxidados. Ya no se ven gatos ni perros por las calles y la población deambula famélica. El Estado Mayor ha enviado los planos para fabricar un arma nueva. Nuestra última esperanza, al parecer. Yo soy el encargado de construir esa artillería definitiva, altamente confidencial. Tan secreta que ni siquiera parece un arma. He debido acolchar el interior del tubo de plomo y perfumar la pólvora con talco; colocar globos en la boca del cañón y glasear el enorme artefacto con azúcar y galleta molida, seguramente por razones de camuflaje. Pronto llegará la munición especial. Me pregunto qué clase de balas me traerán, pues apenas queda metal que fundir. Pero dicen que no me preocupe, que han descubierto una fuente inagotable. Ya casi está. Remato los últimos detalles mientras silbo una animada marcha militar, in crescendo, para concentrarme y acallar así los molestos gimoteos, esos llantos infantiles que, desde hace un rato, llegan desde el almacén de proyectiles, amortiguados por gritos desesperados de mujeres, que (desconozco el motivo) entran como cuchillos por la ventana.

lunes, 16 de febrero de 2015

Equilibrio

Cada uno de enero, al amanecer, nos encontramos en la playa. Yo le enumero, exhausto, las almas que salvé, los desheredados a los que di esperanza, la paz que instauré entre enemigos acérrimos. Él me relata, cansado,  las violaciones de inocentes que perpetró, los gobiernos que corrompió, el odio que sembró entre hermanos. Después, en silencio, nos desvestimos. Así, desnudos, somos indistinguibles. Imágenes simétricas de un espejo. A continuación,  él se coloca mi hábito raído y mis sandalias;  yo me enfundo su traje perfumado y sus guantes de cabritilla. Y nos despedimos, deseándonos suerte, hasta el año que viene.





jueves, 8 de enero de 2015

Paramnesia

La multitud festiva se amontonaba en la plaza a la espera de las campanadas de fin de año. Llegado el momento, el reloj del ayuntamiento tuvo un fallo informático impredecible. Los ceros y unos del código binario bailotearon entre sí (eran unos dígitos bastante díscolos  adquiridos en un bazar asiático, y además, estaban ya un poco ebrios) y, aunque nadie lo notó, los doce badajazos digitales sonaron de adelante a atrás. A contrapelo. Y un tanto afónicos.  Así, mientras grandes y pequeños se atiborraban los mofletes con uvas, los relojes retrocedieron doce segundos; el suicida recuperó el aliento y el color, pataleando bajo el olivo; la jovencita en el pajar volvió a ser virgen; y el revólver con una sola bala regresó a las manos de K, el siguiente en la ruleta, quien con lívido temblor se encañonaba de nuevo la sien y, quizá menos resuelto, quizá abrumado por un pálido recuerdo, una memoria innombrable de otra vida, no lograba reunir el valor suficiente para apretar el gatillo.