Hubo una
epidemia letal y morimos todos. Unos antes y otros después. Cuando llegamos al Más Allá estábamos muy cabreados y arrugados como
sanguijuelas famélicas. Queríamos vengarnos por esa mala jugada del destino,
pero apenas podíamos movernos y sólo encontramos a mano pezones de dulce néctar.
Así que nos pusimos a lactar con avidez. Esa actividad nos sumía en un profundo
sopor, calmaba nuestro llanto y nos diluía la memoria, pero no el instinto de
revancha. Así pues, succionamos durante meses, engordando nuestros tiernos
cuerpecitos de forma atroz. Para cuando fuimos capaces de soltar el pezón y
acometer la venganza, la amnesia era ya irreversible. No recordábamos nuestro
propósito. Sólo persistían la eterna insatisfacción y esa pregunta nebulosa. Y
nos dedicamos a deambular durante años, buscando algo intangible y escurridizo,
aunque de vital importancia. Algunos fundaron estirpes, otros se alistaron en
ejércitos, y los más listos durmieron largas siestas. Entonces hubo una
epidemia letal y, unos antes y otros después, morimos todos.
Imagen: M.C. Escher