martes, 16 de junio de 2015

La epidemia

   Hubo una epidemia letal y morimos todos. Unos antes y otros después. Cuando llegamos al Más Allá  estábamos muy cabreados y arrugados como sanguijuelas famélicas. Queríamos vengarnos por esa mala jugada del destino, pero apenas podíamos movernos y sólo encontramos a mano pezones de dulce néctar. Así que nos pusimos a lactar con avidez. Esa actividad nos sumía en un profundo sopor, calmaba nuestro llanto y nos diluía la memoria, pero no el instinto de revancha. Así pues, succionamos durante meses, engordando nuestros tiernos cuerpecitos de forma atroz. Para cuando fuimos capaces de soltar el pezón y acometer la venganza, la amnesia era ya irreversible. No recordábamos nuestro propósito. Sólo persistían la eterna insatisfacción y esa pregunta nebulosa. Y nos dedicamos a deambular durante años, buscando algo intangible y escurridizo, aunque de vital importancia. Algunos fundaron estirpes, otros se alistaron en ejércitos, y los más listos durmieron largas siestas. Entonces hubo una epidemia letal y, unos antes y otros después, morimos todos. 



Imagen: M.C. Escher

martes, 2 de junio de 2015

Sin munición

Tras años de asedio, no queda nada que arrojar al enemigo a las puertas. Se acabó el aceite hirviendo, las ballestas languidecen y los cañones bostezan oxidados. Ya no se ven gatos ni perros por las calles y la población deambula famélica. El Estado Mayor ha enviado los planos para fabricar un arma nueva. Nuestra última esperanza, al parecer. Yo soy el encargado de construir esa artillería definitiva, altamente confidencial. Tan secreta que ni siquiera parece un arma. He debido acolchar el interior del tubo de plomo y perfumar la pólvora con talco; colocar globos en la boca del cañón y glasear el enorme artefacto con azúcar y galleta molida, seguramente por razones de camuflaje. Pronto llegará la munición especial. Me pregunto qué clase de balas me traerán, pues apenas queda metal que fundir. Pero dicen que no me preocupe, que han descubierto una fuente inagotable. Ya casi está. Remato los últimos detalles mientras silbo una animada marcha militar, in crescendo, para concentrarme y acallar así los molestos gimoteos, esos llantos infantiles que, desde hace un rato, llegan desde el almacén de proyectiles, amortiguados por gritos desesperados de mujeres, que (desconozco el motivo) entran como cuchillos por la ventana.