lunes, 2 de mayo de 2016

DOS CUENTOS INTRÉPIDOS DE ALBERTO CORUJO



LOS ATRACADORES LLEGARON EN LIMUSINA

           

            Llevaban máscaras y antifaces. Sembraron el pánico apuntándonos con sus pistolas. Redujeron al guardia jurado. Nos insultaron. Nos pisotearon. Limpiaron la caja fuerte y se sentaron a esperar la llamada de la policía.

            Entablaron negociaciones. Les trajeron caviar y se lo comieron. Champán, y se lo bebieron. De las pizzas para los rehenes no dejaron ni las migajas. Los borborigmos de indignación que se propagaban por el recinto trocaron en rugido de rabia colectiva cuando nos ordenaron vaciar los bolsillos. «Son de fogueo», aventuró la abuela —que no estaba muy bien de la vista—, al inspeccionar las armas de cerca. Acto seguido blandió el bastón y, al grito de «¡Todos a una, Fuenteovejuna!», nos levantamos como un solo hombre y como un solo hombre caímos sobre nuestros captores. Tendríamos que haber terminado con ellos allí mismo, pero alguien dijo que les pusiéramos en manos de la Justicia. Prevaleció el sentido común. Vitoreamos a la Justicia y alzamos jubilosos los brazos en señal de Victoria.  Entonces estallaron las cristaleras y una densa cortina de humo descendió sobre las instalaciones bancarias. Así que se disipó, estábamos todos engrilletados. Aplastados contra el suelo. Aporreados sin miramientos. De esto hace ya más de dos años, y uno desde que nos dejó la abuela. Hoy sería su cumpleaños. Bajo el cielo sulfúreo de la cantera solo se escucha el repicar de picos y mazas. Las Autoridades dijeron que alguien tenía que pagar la factura. Los atracadores se fueron, se fueron a cara descubierta, se fueron en sus limusinas.


EL TESTIGO
           


            Eché el freno a la moto y me detuve a contemplar la escena. Encaramado en la cúspide de aquella columna de mármol que se elevaba mayestática sobre el pedregoso tapiz del desierto, el anacoreta hacía tañer su campana. Debajo, los peregrinos se arremolinaban murmurando plegarias. Frente al hastío que me causaba la absurda vacuidad de mi vida, la riqueza espiritual de aquellas gentes sencillas se ofrecía en doloroso contraste. Si había tomado un año sabático era precisamente para vivir experiencias como aquella.
            El santón me estaba mirando. Señalaba hacia mí y gesticulaba con vehemencia, como rogándome que subiera. Parecía desnutrido. Hice repaso de mis pertenencias: en el bolsillo llevaba unas monedas; en la mochila, agua, dátiles y un puñado de frutos secos. Bajé de la moto, me abrí paso entre la multitud e impulsado por un mar de brazos trepé pensando que un día, dentro de muchos años, podría contarles aquella hermosa historia a mis nietos.
            Cuando quise darme cuenta, él estaba abajo, subiéndose a mi moto, y yo arriba, subido a su columna. Y sus fieles, que ahora eran los míos, aullaban como almas en pena y me tiraban piedras si intentaba descender: creían que en tal caso el firmamento se nos vendría encima.
            El tiempo pasa y aquí sigo, sujetando la bóveda celestial con mis campanazos mientras espero a que aparezca otro imbécil a quien endilgarle el testigo.


Alberto Corujo Corteguera
Cuarenta y tantos años, varón, raza blanca. Licenciado en ADE. Ha desarrollado la mayor parte de su vida laboral en Londres. Desde 2010 reside en Gijón, Europa. Autor de microrrelatos, relatos breves, una novela y más microrrelatos. En la actualidad se dedica a escribir a tiempo completo, para lo que cuenta con la inestimable colaboración de su ayudante Dylan, un perro Mil Leches de pura sangre y Fonchito, su Agente en la Sombras. Tiene una bitácora -ODYS- en donde publica relatos con cierta asiduidad. Escribe el curriculum en tercera persona, quizá para superar el extrañamiento que le causa hablar sobre sí mismo.