jueves, 21 de junio de 2012

Sin garganta


      Nada más entrar en clase reparó horrorizado en que se había dejado la garganta en casa. Era nueva y le hacía rozaduras en la tráquea, así que se la quitaba para dormir. Tras superar el pánico inicial, decidió actuar con normalidad y comenzó la explicación. Labios y lengua se estiraban y contraían rítmicamente, fricando interdentales y ocluyendo bilabiales, sin que el más leve sonido saliera de su boca: “Abrid el libro por la página 60. Sacad los cuadernos.” Curiosamente, los alumnos comenzaron a hacer lo que les había ordenado. Así continuó durante media hora, sin que anomalía alguna saboteara el devenir habitual de la sesión. Intrigado y contraviniendo su costumbre de no bajar jamás de la tarima, se acercó a los alumnos. Paseó con lentitud entre las mesas, escrutándolos con la mirada. Pronto observó que ninguno de ellos llevaba puestas las orejas. Incluso había uno que tampoco había traído los ojos. Lo descubrió en el fugaz momento en que se quitó las gafas de sol para rascarse la nariz. Ahí estaba el chaval, sin orejas y con dos horrendas cuencas vacías.
       En la última fila, esa región ignota e inexplorada, había un bulto que resultó ser, tras una terrorífica aproximación, un alumno, o parte de él, que solo había traído el tronco, el brazo derecho y el pene. Qué cabrón. A saber cómo había llegado al aula, y cómo se marcharía de ella. Igual llevaba meses allí, masturbándose en la última fila. Quién sabe.
      Sonó el timbre y, tras meditarlo unos segundos, encontró que, sorprendentemente, había sido una sesión realmente productiva. Recogió con cuidado sus papeles, cerró el maletín y se encaminó hacia su siguiente clase. Con espíritu cada vez más jovial entró un momento en la sala de profesores, y al pasar junto a la joven y bonita profesora de Economía, con la que nunca había sido capaz de cruzar más de dos palabras, se permitió el insólito atrevimiento de dedicarle un mudo piropo. Ella le devolvió una tímida y desdentada sonrisa.



lunes, 11 de junio de 2012

SIX FEET UNDER (A dos metros bajo tierra)



      AL IGUAL QUE OCURRE CON CIERTOS LIBROS, hay algunas series (pocas) que marcan un antes y un después en tu vida. Sin duda Six Feet Under es una de ellas. Se empezó a emitir en 2001 y terminó en 2005 con su quinta temporada. Pero es una obra de tal envergadura que jamás envejecerá. En todo caso se convertirá en un clásico. Y al igual que otras producciones de alta calidad como Los Soprano, Mad Men o The Wire, que se podrían considerar películas muy largas, de varios días de duración, Six Feet Under sería una gran película de 57 horas y 45 minutos.
      No me alargaré en explicar qué es Six Feet Under, de qué trata cada temporada y mucho menos, en analizar por qué es una serie tan brutalmente buena.  No hablaré de los excepcionales actores que conforman el reparto y que después se han confirmado como estrellas de la televisión. Hay centenares de magníficas reseñas ya hechas, por gente mucho más preparada que yo, que se pueden encontrar con facilidad en la web. Simplemente diré que es una  de las imprescindibles. Una serie durísima que en cada episodio te coloca delante de la muerte. Y de la vida. Y lo hace de una manera siempre descarnada; a veces irónica, otras desbordante de ternura; en la que sus personajes, los complicados y entrañables componentes de la familia Fisher, dueña de una funeraria, se convierten a lo largo de cinco temporadas en miembros de tu propia familia. Nate, David, Claire, Brenda, Ruth… siempre tendrán un lugar en el corazón de los que hemos visto la serie. Ellos crecen y evolucionan contigo, pero tú también con ellos. Cuando terminas de ver el último capítulo de la última temporada, te das cuenta de que ya no eres el mismo que antes de ver la serie. Ha cambiado tu forma de mirar la vida y la muerte. Tras 57 horas enfrentados de mil maneras a la certeza de nuestra inevitable mortalidad, la vida se nos revela como el magnífico regalo que es. Como dice uno de los eslóganes de la serie: “Cada día sobre la tierra es un buen día”.



“EVERY DAY ABOVE GROUND IS A GOOD ONE”



      Como toda obra colosal, tiene un final enorme. Desde el capítulo 5x08  hasta el último, el 5x12, uno es arrastrado por un vórtice de pura emoción, con los ojos arrasados de lágrimas, y ya no paras de girar en ese remolino, hasta que la corriente te deposita gentilmente en los famosos diez últimos minutos de la serie. Esos célebres últimos minutos de Six Feet Under sobre los que se han derramado ríos de tinta, y de los que se ha dicho que dan lugar, posiblemente, al mejor final de serie de televisión de todos los tiempos. 



   Y es muy probable que lo sea. Al menos por el momento. El último capítulo, dirigido por el propio creador de SFU, Allan Ball, el cual se reservaba siempre la dirección del último episodio de cada temporada, es una maravilla en cuanto a realización y metáforas. Puro cine. Un puñetazo tras otro al corazón, en un magnífico epílogo que ata todos los cabos, dejando al compungido espectador totalmente satisfecho, con un abundante número de kleenex húmedos alrededor y un tremendo nudo en la garganta, mientras la música de Sia lo envuelve, consoladora. Un final que es imposible ver solo una vez. Una serie que hay que ver al menos una vez en la vida.




"Un final que es imposible ver solo una vez. Una serie que hay que ver al menos una vez en la vida."